7.12.06

La Risa Ingeniosa




No hay tal cosa como un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos, o mal escritos. Eso es todo.
Oscar Wilde (1854 – 1900)


En La importancia de llamarse Ernesto (1895), Wilde nos introduce al mundo de la burguesía victoriana londinense a través de la ironía y de la sátira moral, pero sobre todo a través de un juego de espejos con múltiples significados. Así, desde el título se advierte la intención del autor: en inglés, The Importance of Being Earnest se refiere tanto al nombre Ernest como a ser honrado (earnest). Esto es imposible de traducir ya que el verbo being significa ser, de ahí que lo de ser Ernesto y ser honrado se mantenga como un juego de palabras gracias a la fonética similar que resulta de su pronunciación en inglés. En todo caso, para hacerle honor al título, y aunque la rima sea desafortunada, podríamos igualar Ernesto a honesto.
Los personajes también funcionan como juego especular: Algernon, cínico e inmoral, es la versión deteriorada de Jack, quien a su vez comparte el juego de su amigo inventándose otra identidad, pero al mismo tiempo intentando mantener su moral victoriana. Por otro lado, los hombres encuentran su deseo realizado en las mujeres – Cecily para Algernon y Gwendolen para Jack – mujeres que están lejos de ser el objeto idealizado, ya que habían aceptado corresponder a sus enamorados mucho antes de que estos siquiera se dieran cuenta de sus posibilidades. Se produce entonces la inversión: la declaración de amor y compromiso termina volviéndose un mero trámite que descoloca los hombres, quienes no notan resistencia alguna por parte de sus amadas, las cuales aceptan rápidamente las proposiciones. La relación ya existía en las fantasías femeninas, donde el rol masculino estaba previamente definido. Ahora es Algernon para Cecily y Jack para Gwendolen.
La pareja vieja – el párroco y la institutriz – también tiene su oportunidad y se entregan a la pasión sin perder tiempo (aunque siempre con decoro). Incluso los sirvientes se replican: uno para el campo, otro para la ciudad, testigos silenciosos de lo que ocurre y deja de ocurrir, sin perder jamás la compostura. El único personaje que queda sin su réplica es Lady Bracknell. Y es que el personaje es sin duda el eje omnipresente de la obra. Su persona ejerce tal poderío que no hay nadie que la pueda corresponder en su mismo nivel. Su marido, que nunca aparece excepto cuando es mencionado, se nos insinúa a través de las palabras de su esposa, quien nos deja entrever un hombre ausente, débil, tiranizado y sin mucho interés por el curso de las cosas. Así, cuando Lady Bracknell quiere deshacerse de él, le basta inventar una conferencia interminable en la Universidad sobre la influencia de una renta fija sobre el pensamiento, a la cual Lord Bracknell asiste con sumo interés y preocupación.
El contexto espacial y simbólico sobre el cual se construye la obra es también dual: el campo y la ciudad, la ciudad y el campo. Algernon ejerce su bunburysmo - una especie de doctrina del ridículo y del absurdo que tiene como objetivo potenciar los enredos más que ocultarlos – en el campo, manteniéndose respetable en Londres, mientras que su amigo Jack es respetable en el campo mientras que en la ciudad es Ernesto, un hombre que puede ejercer sus pasiones sin salirse de la seriedad victoriana, pues no es un inmoral como Algernon. También las mujeres – Cecily para el campo, Gwendolen para la ciudad – funcionan como polos opuestos y compatibles: saben insultarse brutalmente sin perder la compostura ni las formas; saben aliarse férreamente contra los hombres. Estos mismos hombres son quienes terminan compartiendo una identidad (Ernesto), que funciona al mismo tiempo como institución, la de la honradez, que es lo que realmente atrae en un principio a sus amadas. Al revelarse las verdaderas identidades, el desencanto se ve rápidamente subsanado: el reconocimiento del engaño convierte a estos hombres en honrados, y en el caso de Jack, el personaje termina descubriendo su verdadero nombre, que es claro está, Ernesto.
Wilde nos revela el cambio que se ha operado en la sociedad inglesa: el traspaso de un modo de producción de bienes y valores que tenía su centro en el campo, a la ciudad industrializada, y con ello la consolidación de la burguesía. El campo sirve de referencia a cierta simpleza descascarada, que ya no provoca melancolía por tiempos más simples, sino más bien el alejamiento de lo que es deseable, de la refinada vida citadina, y también del dinero. El campo ya no puede producir nada: ni valores, ni ganancias. El mundo se ha trasladado a la ciudad, donde la miseria existe, sin duda, pero donde se la puede disfrazar más fácilmente, y donde se puede, simplemente, pasarla mejor.
Wilde no pretende romper con lo que se entiende – y acepta – como lo civilizado, sino más bien señalar las trampas, las paradojas y los absurdos de eso mismo que funciona como eje de la cosmovisión victoriana. Él mismo disfruta y debe su fortuna y reconocimiento a esa sociedad de la que se burla por su pacatería autoimpuesta, que pretende que la vida se adapte a sus códigos, y no lo contrario. Para Wilde, la cuestión estaría justamente en renunciar a los infinitos enmascaramientos que sólo pretenden ocultar lo que es justamente inocultable: las pasiones. El goce del buen vivir tiene que oponerse a su contracara, que es la moral. Aquí reside la trampa en la que el autor nos aconseja no caer. Algernon viene a ser claramente la voz del autor en la obra: deliberadamente cínico, inmoral, con una mirada burlona sobre todo y todos, aquel que detesta la seriedad, y que sólo puede tomarse en serio lo que justamente no lo es: el bunburysmo. El peso de tener que sostener sobre sí mismos ese yugo moral hace que los personajes incurran en tropiezos, mentiras, engaños, enredos y absurdos. Y es que justamente la moral es el absurdo máximo: sostenerla implica tener que renunciar a lo que nos hace humanos, lo cual al ser imposible, termina haciendo a los hombres y mujeres buscar una forma de romper ese cerco, o al menos resistirlo, aunque no de forma abierta, o sólo parcialmente abierta como el caso de Algernon.
La conclusión de la obra, entonces, es que el ser honesto implica aceptar estas verdades y ejercerlas sobre la vida misma. Sólo aceptando las pasiones se puede ser verdaderamente feliz, aunque esto implique el precio de desprenderse de ciertas cosas y enfrentarse al miedo de perderlo todo. En el final de la obra, el juicio de Lady Bracknell queda neutralizado por la revelación de lo verdadero. Disgustada y vencida, se limita a reprocharle a su sobrino la muestra de cariño por la muchachita campesina: “pareces un vulgar”, le dice. Algernon, quien también ha debido enfrentarse a su propio cinismo – y por lo tanto tiene que renunciar a él para ser feliz – le responde: “al contrario tía Augusta; acabo de darme cuenta por primera vez en mi vida de la suma importancia de ser honesto.”
Wilde se transforma en el epílogo trágico de su propia obra: el revelarse ante esa sociedad que le había permitido su ironía le cuesta todo: la muerte social, la traición, el desengaño amoroso, la cárcel, la pobreza y finalmente, la muerte. El wit queda aplastado por el telón que su tiempo le impone. La risa tiene su límite, y es suspendida cuando se vuelve amenazante. Wilde muere en el 1900 porque no podía existir en el siglo XX, siglo que iba a ser definido justamente por la destrucción de ese refinamiento, que finalmente se cae a pedazos como una máscara vacía, y da paso a la muerte en sus peores dimensiones. La Primera Guerra Mundial resignifica la risa ingeniosa wildeana: la hace aparecer como el ocaso de la risa, como la desaparición de una forma de entender el mundo y las posibles formas de cambiarlo. Después de eso sólo queda lugar para la carcajada, un eco deformado de la risa.