10.11.07

Una Noche en el Raval



UNA NOCHE EN EL RAVAL

La noche de otoño comienza con algunos tímidos acercándose a la plaza de la iglesia de Sant Pau para ver de qué se trata esto de una batucada ravalera. Dos grupos, unos con remera naranja y otros con remera amarilla sobre negro, se organizan, expectantes, midiendo el tiempo que los separa del redoblante y el grito profundo del tambor. Dos agentes motorizados de la Guardia Urbana les sirven de escolta. Llegado el momento, comienzan los amarillos su redoble y el pum-chica-pum acompaña su movimiento con ritmo coreografiado. La gente se acerca. Hay niños con sus padres quienes terminada la faena escolar y laboral han ido a distraerse un rato. El ritmo los obliga a moverse, pero no todos lo hacen. Ahora los tamborileros comienzan a marchar, cruzando la plaza hasta dejarla atrás. Adelante, los amarillos. En el fondo, los naranjas. En el medio y a sus lados, nosotros, peregrinos seguidores de los hamelines multicolores. Los naranjas aún no han hecho sonar sus instrumentos, pero cuando lo hacen ¡qué ritmo! Han importado la batucada brasileña y su samba con talento. No les importa la coreografía de la vanguardia amarilla, allá adelante. Su sonido es delicioso, se contagia. La gente sonríe como hace la gente de ciudad cuando se siente viva. Los ánimos se encienden, es imposible no seguir el sonido de la percusión que siempre nos llama, no importa dónde, aunque instintivamente sabemos que nos devuelve a donde todo empezó.

Al mirar hacia atrás uno se da cuenta que hay más gente ahora de la que empezó a marchar desde la plaza de Sant Pau. Son más, y más animados. Nos acercamos a la avenida Drassanes, mientras una loca salida de la nada baila alrededor de los músicos, enfurecida, improvisando una especie de paso flamenco mientras sostiene una banana de plástico con la mano izquierda. Avanzamos, hamelines, cortando un tramo de la avenida ante el desconcierto de los conductores, siempre apurados. Nuestra música no será para ellos. Las entrañas del Raval nos van engullendo. Para cuando llegamos a la intersección de Sant Ramón y Marqués de Barberá, se hace una primera parada, y todo comienza a encenderse como una llama inesperada y bienvenida, como si un Pentecostés misterioso se hubiera multiplicado sobre cada una de nuestras cabezas. Santos y pecadores, en el Raval no hay diferencia. Ya no se ve a la loca. Amarillos y naranjas tocan cada uno su melodía furiosa, sin coordinación, sin importar si se empieza o se termina. Los sonidos se mezclan, chocan desquiciados y golpean con su puño sinestésico a los que estamos en el medio. Los viejos, los solitarios, familias enteras de olvidados se asoman curiosos y sorprendidos desde los balcones de edificios que se caen a pedazos. Abajo, las putas del Raval bailan alegres. La música las ha liberado brevemente de su rutina de mercancía, mientras disparan miradas en busca de posibles clientes. Abajo, marroquíes, senegaleses, chinos, latinos, indios, paquistaníes, todos salen de sus cuevas a la calle y se unen a la procesión. El olor a cerveza y hashish se mezclan en el aire, mientras los turistas curiosos disparan histéricos flashes que no cesan, enfocando sus ojitos claros hundidos entre las mejillas rechonchas y coloradas por el sol mediterráneo que su norte no conoce ni tendrá. Un norteamericano intenta seguir el ritmo sin mucho éxito. Se ve grande, torpe y feliz. Al entrar en la callejuela de Penedides, el espacio se convierte en un corset medieval, obligándonos a todos a estar más cerca, potenciando la experiencia. Los cuerpos no pueden evitar rozarse, las miradas se multiplican, se cruzan, se encuentran, llena de confesiones y deseos. Sí, somos muchos y uno solo, ahora lo sabemos. Nada se puede hacer, más que bailar siguiendo el ritmo de los tambores.

Volvemos a Sant Pau, como la serpiente mordiéndose la cola. Los restaurantes indo-paquistaníes nos reciben con bendiciones de curry y especias y desde las peluquerías y salones de belleza las estrellas de Bollywood, posando en sus fotos, nos regalan sonrisas de utilería. Seguimos por Sant Agustí, donde las paredes del templo muestran el paso de los siglos. El tiempo ha sido paciente descascarándolas lentamente hasta dejarlas mostrando sus llagas de ladrillo e inscripciones arcaicas ahora incompletas, que apenas se dejan adivinar entre el yeso descascarado y la humedad. La plazoleta de Sant Agustí, todavía sin sus vendedores africanos de baratijas que siempre están huyendo de la policía y sus garrotes viles, despierta de su siesta con los saltos de los peregrinos improvisados. Veo al pasar un bar con patas de jamón colgando del techo. A pocos pasos, una carnicería islámica. Nos dirigimos a la entrada de la biblioteca de Sant Pau-Sant Creu, un antiguo hospicio medieval ahora convertido en sala de lectura. Un alemán exaltado se contorsiona y aúlla ante la entrada de nuestro templo improvisado. El voluntario de la organización intenta dirigir la marcha de los celebrantes, pero es ignorado mientras las batucadas arremeten hacia el centro de la plaza del antiguo hospital para leprosos y víctimas de la plaga. Las piedras del saber teológico se funden con los gritos paganos de los tambores que repiten su eco africano, quejido de los ancestros que siguen llamando a sus hijos. Un grupo de jóvenes franceses intoxicados de alcohol y ritmo bailan poseídos. Las arcadas renacentistas nos abrigan a medida que el in crescendo anuncia el final del recorrido. Los naranjas son los últimos en terminar. Agotados, los músicos se echan a un lado, cada uno con su grupo. Roto el hechizo, nuestros encantadores nos dejan con el sabor amargo de sabernos solos una vez más. Hemos dejado de ser nosotros por un instante para unirnos en una sola voz, para ser con los otros. Finalizada la procesión, nos queda seguir como peregrinos huérfanos de guía, intentando reproducir los tambores con nuestros pies sobre el asfalto. Ya todo es noche, y sólo nos queda el regreso.

Volver