20.10.06

La Victoria de Guernica

La Victoria de Guernica (1938) de Paul Eluard



I
Buena sociedad de las casuchas
de las noches y los campos


II
Caras buenas al fuego caras buenas al frío
A las negaciones a la noche a las injurias a los golpes


III
Caras buenas para todo
He aquí el vacío que los fija
Su muerte va a servir de ejemplo


IV
La muerte corazón volcado


V
Les han hecho pagar el pan
El cielo la tierra el agua el sueño
Y la miseria
De sus vidas


VI
Decían desear la buena inteligencia
Racionaban los fuertes juzgaban a los locos
Daban la limosna partiendo un centavo a la mitad
Saludaban a los cadáveres
Estaban llenos de cortesías


VII
Perseveran exageran no son de nuestro mundo


VIII
Las mujeres los niños tienen el mismo tesoro
De hojas verdes de primavera y de leche pura
Y de tiempo
En sus ojos puros


IX
Las mujeres los niños tienen el mismo tesoro
En los ojos
Los hombres lo defienden como pueden


X
Las mujeres los niños tienen las mismas rosas rojas
En los ojos
Cada uno muestra su sangre


XI
El miedo y el coraje de vivir y de morir
La muerte tan difícil y tan fácil


XII
Hombres para los que este tesoro fue cantado
Hombres para los que este tesoro fue perdido


XIII
Hombres reales para los que la desesperación
Alimenta el fuego que devora la esperanza
Abramos juntos el último brote del futuro


XIV
Apostó la muerte la tierra y el horror
De nuestros enemigos tienen el color
Monótono de nuestra noche
Nosotros tendremos la razón.

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13.10.06

Doppelgänger

 El recorrido nocturno de las líneas del subterráneo está habitado por una casta de desdichados que vuelven de sus labores diarias, arrastrados en su vaivén desgastante por un sistema de transporte inclemente y sofocante en su recorrido, implacable y monótono en su constante devenir. He llegado a creer que el mismo sistema ha tomado vida propia, y liberado de las directivas de técnicos y burócratas, ha optado por desatar su impiedad sobre las masas de miserables que se ven inevitablemente obligados a viajar, por una razón o por otra, a través de sus entrañas. Sin saberlo yo, aquel laberíntico monstruo ya tenía reservado para mí un castigo especial, un descubrimiento de horror y locura del cual no se puede escapar, pues así está hecho el sistema, y este Caronte sólo acepta el sufrimiento como moneda de pago por sus servicios.

En una noche indistinguible de otras noches esperaba yo el tren junto a otros viajantes. Los dispositivos ciclópeos que reserva la bestia para controlar la espera repetían en interminables ciclos el lapso estimado de llegada entre un tren y otro. Con certeza automática, nuestro transporte llegó tal cual lo indicado y alejándome con prisa de aquellos oráculos catódicos, tomé mi asiento donde el azar me lo permitió. Hecha la señal, las puertas se cerraron, dando paso al traqueteo que sirve de preludio a la oscuridad.

El cruce entre una línea y otra es una sucesión de apuros, fastidios, empujones apenas disimulados, disculpas nunca enunciadas. Se corre por el andén, se acelera el paso en las escaleras mecánicas, se dobla, se gira, y se vuelve a doblar. Una vez hecho el cruce, se espera otro tren bajo la atenta mirada de nuevos cíclopes de cristal, y se repite la misma farsa: la entrada, la señal, las puertas en su cerrar (siempre sus puertas son puertas que se cierran), y el infinito andar entre penumbras. Nada nuevo, más que el mismo infierno de lo cotidiano.

Fue en la mitad de mi traslado cuando alcancé a ver desde mi asiento, en el andén de enfrente, a lo que sin duda se presentaba como una réplica exacta de mí, y tuve la irreal sensación de habitar en un espejo. Nadie parecía haberse anoticiado de aquel fenómeno (¿cómo hacerlo si nunca se alzan las miradas?); la perturbación estaba reservada sólo para mí.

A menudo encontramos parecido a un extraño cuyos rasgos lo disfrazan de alguien familiar, siendo desengañados poco después de examinarlo por esos mismos ojos que nos alertaron segundos atrás. Así quise creer, en defensa de mi cordura, que aquel Otro no era Yo, sino una ilusión de la memoria, el recuerdo de un recuerdo. Pero era imposible escaparle a la evidencia de que aquel Otro era Otro Yo. La siniestra revelación se vio interrumpida por el tren que llegaba para dirigirse en dirección opuesta a mi trayecto. Así vi como aquella réplica de mí subía y se alejaba, sin signos de haberme percibido, al igual que los demás. Quise gritar y señalarlo, descubrirlo en su impostura, culpar al monstruo desde sus entrañas por una ilusión tan perversa, estallar en aquel agujero infernal, salpicarlo todo con mis entrañas llenas de furia y miedo. Pero no lo hice. No pude hacerlo. El tren siguió su marcha, y una daga invisible me apuñaló en el vientre.

El infinito había dictado su sentencia: en algún momento, aquel Yo vería a su réplica ubicarse en el andén opuesto, y esta última réplica vería a su vez a otra réplica de sí ubicarse nuevamente en el andén opuesto al suyo, y así sucesivamente, en un trayecto interminable de figuras en un juego de espejos que se reflejan a sí mismos ¿Cómo saber si no era Yo apenas otro duplicado en una línea que se aleja cada momento más y más de su punto original? La eterna condena de saberse siempre una versión incompleta de otra versión incompleta, la imitación de una imitación, para goce de vaya a saber qué criatura inmunda, qué universo malogrado, qué Dios de segundo orden. Una sola respuesta encontré a esos instantes de angustia y sudor: tenía que escapar.

Bajé antes de concluir mi recorrido, expulsado hacia las calles vacías (acaso otras formas de laberinto, otras formas de prisión), para nunca más volver a aquel engendro monstruoso, exiliado por siempre de sus tripas de concreto, de sus dientes de óxido y metal. Huyo desde entonces perdiéndome en un mundo de perdidos, recorriendo otros caminos sin volver mis pasos, esquivando las miradas. Huyo desde entonces, y vuelvo a huir, abandonado de todo, sabiéndome vencido por no poder jamás alcanzar la certeza de haber escapado de mí mismo.

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