10.11.07

Una Noche en el Raval



UNA NOCHE EN EL RAVAL

La noche de otoño comienza con algunos tímidos acercándose a la plaza de la iglesia de Sant Pau para ver de qué se trata esto de una batucada ravalera. Dos grupos, unos con remera naranja y otros con remera amarilla sobre negro, se organizan, expectantes, midiendo el tiempo que los separa del redoblante y el grito profundo del tambor. Dos agentes motorizados de la Guardia Urbana les sirven de escolta. Llegado el momento, comienzan los amarillos su redoble y el pum-chica-pum acompaña su movimiento con ritmo coreografiado. La gente se acerca. Hay niños con sus padres quienes terminada la faena escolar y laboral han ido a distraerse un rato. El ritmo los obliga a moverse, pero no todos lo hacen. Ahora los tamborileros comienzan a marchar, cruzando la plaza hasta dejarla atrás. Adelante, los amarillos. En el fondo, los naranjas. En el medio y a sus lados, nosotros, peregrinos seguidores de los hamelines multicolores. Los naranjas aún no han hecho sonar sus instrumentos, pero cuando lo hacen ¡qué ritmo! Han importado la batucada brasileña y su samba con talento. No les importa la coreografía de la vanguardia amarilla, allá adelante. Su sonido es delicioso, se contagia. La gente sonríe como hace la gente de ciudad cuando se siente viva. Los ánimos se encienden, es imposible no seguir el sonido de la percusión que siempre nos llama, no importa dónde, aunque instintivamente sabemos que nos devuelve a donde todo empezó.

Al mirar hacia atrás uno se da cuenta que hay más gente ahora de la que empezó a marchar desde la plaza de Sant Pau. Son más, y más animados. Nos acercamos a la avenida Drassanes, mientras una loca salida de la nada baila alrededor de los músicos, enfurecida, improvisando una especie de paso flamenco mientras sostiene una banana de plástico con la mano izquierda. Avanzamos, hamelines, cortando un tramo de la avenida ante el desconcierto de los conductores, siempre apurados. Nuestra música no será para ellos. Las entrañas del Raval nos van engullendo. Para cuando llegamos a la intersección de Sant Ramón y Marqués de Barberá, se hace una primera parada, y todo comienza a encenderse como una llama inesperada y bienvenida, como si un Pentecostés misterioso se hubiera multiplicado sobre cada una de nuestras cabezas. Santos y pecadores, en el Raval no hay diferencia. Ya no se ve a la loca. Amarillos y naranjas tocan cada uno su melodía furiosa, sin coordinación, sin importar si se empieza o se termina. Los sonidos se mezclan, chocan desquiciados y golpean con su puño sinestésico a los que estamos en el medio. Los viejos, los solitarios, familias enteras de olvidados se asoman curiosos y sorprendidos desde los balcones de edificios que se caen a pedazos. Abajo, las putas del Raval bailan alegres. La música las ha liberado brevemente de su rutina de mercancía, mientras disparan miradas en busca de posibles clientes. Abajo, marroquíes, senegaleses, chinos, latinos, indios, paquistaníes, todos salen de sus cuevas a la calle y se unen a la procesión. El olor a cerveza y hashish se mezclan en el aire, mientras los turistas curiosos disparan histéricos flashes que no cesan, enfocando sus ojitos claros hundidos entre las mejillas rechonchas y coloradas por el sol mediterráneo que su norte no conoce ni tendrá. Un norteamericano intenta seguir el ritmo sin mucho éxito. Se ve grande, torpe y feliz. Al entrar en la callejuela de Penedides, el espacio se convierte en un corset medieval, obligándonos a todos a estar más cerca, potenciando la experiencia. Los cuerpos no pueden evitar rozarse, las miradas se multiplican, se cruzan, se encuentran, llena de confesiones y deseos. Sí, somos muchos y uno solo, ahora lo sabemos. Nada se puede hacer, más que bailar siguiendo el ritmo de los tambores.

Volvemos a Sant Pau, como la serpiente mordiéndose la cola. Los restaurantes indo-paquistaníes nos reciben con bendiciones de curry y especias y desde las peluquerías y salones de belleza las estrellas de Bollywood, posando en sus fotos, nos regalan sonrisas de utilería. Seguimos por Sant Agustí, donde las paredes del templo muestran el paso de los siglos. El tiempo ha sido paciente descascarándolas lentamente hasta dejarlas mostrando sus llagas de ladrillo e inscripciones arcaicas ahora incompletas, que apenas se dejan adivinar entre el yeso descascarado y la humedad. La plazoleta de Sant Agustí, todavía sin sus vendedores africanos de baratijas que siempre están huyendo de la policía y sus garrotes viles, despierta de su siesta con los saltos de los peregrinos improvisados. Veo al pasar un bar con patas de jamón colgando del techo. A pocos pasos, una carnicería islámica. Nos dirigimos a la entrada de la biblioteca de Sant Pau-Sant Creu, un antiguo hospicio medieval ahora convertido en sala de lectura. Un alemán exaltado se contorsiona y aúlla ante la entrada de nuestro templo improvisado. El voluntario de la organización intenta dirigir la marcha de los celebrantes, pero es ignorado mientras las batucadas arremeten hacia el centro de la plaza del antiguo hospital para leprosos y víctimas de la plaga. Las piedras del saber teológico se funden con los gritos paganos de los tambores que repiten su eco africano, quejido de los ancestros que siguen llamando a sus hijos. Un grupo de jóvenes franceses intoxicados de alcohol y ritmo bailan poseídos. Las arcadas renacentistas nos abrigan a medida que el in crescendo anuncia el final del recorrido. Los naranjas son los últimos en terminar. Agotados, los músicos se echan a un lado, cada uno con su grupo. Roto el hechizo, nuestros encantadores nos dejan con el sabor amargo de sabernos solos una vez más. Hemos dejado de ser nosotros por un instante para unirnos en una sola voz, para ser con los otros. Finalizada la procesión, nos queda seguir como peregrinos huérfanos de guía, intentando reproducir los tambores con nuestros pies sobre el asfalto. Ya todo es noche, y sólo nos queda el regreso.

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19.6.07

La ilusión del Orden


¿En qué se parece un general a un ingeniero? Pregunta carente de sentido, sin duda. Lo mismo daría incluir en la ecuación a un policía de tránsito o a un koala nacido en cautiverio. Sin embargo, algo une a los generales e ingenieros: los tiempos y sus necesidades, las necesidades y sus tiempos. Seré más claro, hablo de tiempos políticos y de necesidades históricas, y viceversa.
Hace unas décadas, cuando los Estados todavía estaban de moda, se creía que el orden y el eficientismo – al parecer algo muy necesario para vivir en un país serio – debía provenir de aquellos que lo ejercían diariamente, tanto como profesión como forma de vida. Es decir, los militares. Aquellos héroes de la patria siempre dispuestos a morir – y sobre todo, a matar – que conservaban un aura de santidad impoluta, alejados de la demagogia y la politiquería. Aquellos eran hombres de acción, qué joder, y lo que se necesitaba era más acción y menos palabras. Aquel res non verba de Catón el Censor, republicano conservador de derecha avant la lettre, se hacía ecos en los inflamados pechos patriotas que exigían indignados el regreso al Orden, eterna utopía de los que buscan dar la muerte. Los generales pasaron, los muertos quedaron, y al parecer el orden resultó más o menos triunfante, aunque ya se sabe eso de que el precio de la libertad es la eterna vigilancia.
Por una razón o por otra, los militares ya no son dignos de confianza – supongo que el patriotismo devino demodé junto con los Estados -, pero aún así, se sigue buscando el Orden. Hoy nuestros salvadores son tecnócratas, personas que se limitan a barajar números, porcentajes y estadísticas para el bien común…aunque antes del bienestar, un poco de dunga-dunga. Y después del bienestar…bueno, ya se sabe. Lo nuestro es la resaca de un bienestar-placebo, es decir la imitación de la imitación. Miedo, incertidumbre, idas, vueltas, rabia, más miedo. El pueblo quiere saber de qué se trata, y de lo que se trata – adivina adivinador – es del Orden. Ya no hay militares que insuflen nuestro pechos con patriotismo, ni hay técnicos que nos hagan creer en los números – pero que los hay, los hay – entonces, ¿qué hay? Cuando todo parecía perdido, apareció Él, ese Señor canoso, con cara de bueno, un ciudadano decente al que le mataron un hijo esos negros de mierda. Él es – bah, era – Ingeniero. Es decir, es blanco, es bueno, lleva la dudosa virtud de ser víctima de la Delincuencia – esa nueva clase social – y es técnico. El título de Ingeniero venía a llenar el vacío dejado por militares y tecnócratas. La ingeniería ya no era solo para arreglar edificios o hacer planos para chalets, sino que se trataba de reorganizar la sociedad, ponerlo todo en su lugar. En una palabra, el Orden. Se rodeó de amigos del poder – militares, tecnócratas y moscas de esas que siempre andan dando vuelta entre la mierda – y se lanzó con una cruzada que conmovió los corazones de la pequeña burguesía que clamaba mano dura, arrepentida de haber salido a las calles en lo que parece ya un siglo, al lado de los indeseables de siempre. Fue un error, lo admiten, pero ahora está el Ingeniero, él nos salvará. Pero, oh juguetes del destino, el Ingeniero resultó no ser Ingeniero. Es cierto, tenía un papelito en alemán que lo autorizaba a no sé que cosa – y si es alemán, tiene que ser bueno – y tuvo su fábrica y trabajó desde temprano sin ayuda de nadie. Pero no es Ingeniero. ¿Importa que no lo sea? A nivel legal, sí. A nivel percepción política de masas…quién sabe. Lo que se debe resaltar es cómo esta cuestión del título técnico jugó más a nivel simbólico que real. El tipo era Ingeniero, era serio, era bueno. Había que votarlo. Pero mintió. En la política, esos detalles se pagan caro. Y si el-que-era-Ingeniero aparece balbuceando algunas excusas oscuras, vamos mal. Los medios – que son la derecha – están haciendo lo mejor que pueden, pero la cosa está al rojo vivo. Mal momento para revelar estas cosas. Aunque ¿qué mejor momento que un año electoral para revelar estas cosas?
Escribo esto desde Santa Cruz de Tenerife, donde me encuentro con una Rambla General Franco, y me entero que allá en Argentina se ha cerrado la posibilidad de tener una Rambla Ingeniero Blumberg. Pero a no preocuparse, que el Orden siempre encuentra su candidato. Y, extraña coincidencia, al parecer esos candidatos siempre llevan bigote. Las próximas elecciones revelarán hasta que punto el sistema representativo está muerto, hasta qué punto esto es el epílogo de la descomposición de ese sistema. Habrá que estar alertas, no sea que en algunos años sigamos inaugurando ramblas de falsos Mesías, esas que se construyen bajo los huesos de los que pidieron otra cosa distinta del Orden.

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30.1.07

El violento oficio de escribir




CARNAVAL CATE (1966)
Rodolfo Walsh (1927 – 1977)

CORRIENTES: MOMO SE MOJA LOS PIES
El señor Boschetti miró al cielo y dijo:
–Con tal que no llueva. Parecía preocupado.
–Si la luna se hace con agua –agregó–, estamos perdidos.
Desde setiembre a febrero había llovido día por medio en Corrientes. Había grandes zonas inundadas y las pérdidas eran tremendas: 90% del algodón, 60% de tabaco, 80% de arroz. Pero lo que desesperaba al señor Boschetti era la posibilidad de que las lluvias arruinaran, además, el carnaval.
El próspero comerciante en farmacia y presidente de la comparsa Ara Berá no estaba solo en esa inquietud. Lo acompañaban decenas de organizadores, centenares de comparseros, millares de espectadores. En vastos galpones crecía un mundo de figuras mitológicas de yeso y de papel maché; los talleres de electrotecnia armaban para las carrozas centenares de tubos de cristal; de las tiendas a la calle se derramaban cascadas de lentejuelas y canutillos, arroyos de strass, perlas y piedras de colores. Las modistas y bordadoras profesionales no daban abasto y legiones de madres de familia cosían hasta altas horas de la noche.
Este frenesí encontraba chica la ciudad, se extendía a Buenos Aires donde pagaba 5.000 pesos el metro de lame francés; a Brasil, de donde importaba los últimos instrumentos de percusión para las escuelas de samba, o los más ruidosos fagüeles; a Alemania, de donde viajaba un grupo electrógeno comprado especialmente para iluminar una de las carrozas.
Alentando esa fiebre, en cada casa, en cada barrio, en cada oficina pública palpitaba una conflagración que comprometía a la ciudad entera.

BARBUDOS EN EL GALPÓN
–Los odio –dice la muchacha–. Los mataría. Los quemaría.
Sus labios tiemblan y en sus ojos oscuros arde una pasión furiosa. Se refiere, por supuesto, a la comparsa rival.
Durante enero y febrero el curso normal de la vida se detiene en Corrientes. Familias unidas por vieja amistad dejan de visitarse, noviazgos se rompen, negocios se suspenden, la agria política desaparece y una imponente ola de rivalidad, excitación, entusiasmo, sacude a la hermosa ciudad.
Protagonistas de esa lucha son las dos grandes comparsas que en seis años han resucitado el carnaval correntino para convertirlo en el más suntuoso, contradictorio y –por momentos– divertido espectáculo del país.
Ara Berá y Copacabana libran una guerra que amén de la competencia específica por el triunfo incluye la rivalidad económica, el espionaje, la diplomacia, la acción psicológica, y que encuentra su símbolo final en las descargas de explosivos que en los días de corso atruenan las calles.
En la campaña electoral de 1965 los partidos suspendieron toda actividad durante quince días porque sus actos no podían competir con las apariciones de las comparsas. Después, en las urnas hubo votos a favor de Copacabana y votos para Ara Berá.
La división alcanza los más altos estrados oficiales. En 1966 afectó espectacularmente al Ministerio de Obras Públicas, donde el ministro Ricardo Leconte era partidario influyente de Ara Berá mientras el subsecretario ingeniero Piazza integraba la comisión de Copacabana.
Con obvia lógica la psicosis bélica llega a los cuarteles y se realimenta en ellos. Panorama presenció este año el estallido en plena fiesta de cargas de TNT y pólvora, con mechas de incentivamiento que usa el Ejército para salvas y que, desde luego, no se compran en el quiosco de la esquina porque su proveedor es la Dirección General de Fabricaciones Militares. Como las dos comparsas desplegaron análogo poder de fuego, cabe deducir que su influencia en el sector viril de la sociedad es equivalente.
En el ámbito femenino, la guerra era más dulce, más material, más insidiosa. María Elvira Gallino Costa de Martínez, madre de Kalí I, reina de Copacabana, admitía haber "saqueado" las tiendas de Buenos Aires para realizar el vestuario de su hija, a un costo total de un millón y medio de pesos, solventado por el magnate naviero José G. Martínez.
Diego Ruiz, comerciante en automotores, gastó apenas 600.000 pesos para vestir a su hija, Graciela, de Ara Berá.
Por la radio los adversarios se desafiaban o se burlaban sin nombrarse en audiciones cotidianas. Una sutil diplomacia llevaba a las comparsas a los bailes de los barrios más lejanos en busca de aliados o del vasallaje de reinas menores.
Oficialmente nadie sabía qué temas presentarían las comparsas, qué tamaño tendrían las carrozas, cómo irían vestidas las reinas. Sobre este secreto prosperaba el espionaje y los más descalibrados rumores.
Recientes símbolos de la guerra revolucionaria estaban presentes en el custodiado galpón donde el pintor y director interino de Cultura, Rolando Díaz Cabral, armaba la carroza de Ara Berá. Rolando y sus comparseros se habían dejado la barba, y amenazaban no cortársela si perdían el premio carroza.
–Es un sacrificio –admitió Rolando–. En Corrientes la barba no se usa, y cuando usted sale a la calle, se expone a que le digan cualquier cosa.
El estado de emergencia provincial, que el gobierno había decretado poco antes por causa de las lluvias, estaba olvidado. El estado de catástrofe pertenecía al futuro de los papeles, de los borrosos planes de ayuda, y a la entraña del Paraná que en esos días iniciales de febrero se mantenía estacionario en su altura crítica, superior a los seis metros. La ciudad, alegremente le daba la espalda.

LA ERA DE LOS SANABRIA
Inútil acordarse del carnaval de los negros –hoy nostalgia de blancos– en el barrio Cambá-Cuá, de los corsos de La Cruz, o del Monumental Salón donde se jugaba a baldazos hasta que el agua llegaba a los tobillos. Hace diez años la fiesta estaba muerta, como en el resto del país.
Una cara, una frontera, de Comentes está vuelta hacia Brasil. En Libres, río por medio con Uruguayana, sobrevivían las carrozas, las comparsas, el son de los tambores. En 1961 los Sanabria, poderosos arroceros del lugar, los llevaron a Corrientes.
De este modo surgió Copacabana y con ella el Nuevo Carnaval. Fue de entrada un núcleo de gente rica, despreocupada, caté.
–Somos trescientos, pero trescientos bien –dice la señora Martínez.
El origen de Ara Berá es más incierto. Una versión que Copacabana propaga con evidente regocijo arguye que inicialmente fueron un grupo de "chicos" rechazados de la comparsa fundadora por su escasa edad.
–Es falso –niega indignada Ara Berá–. Tuvimos la misma idea y salimos al corso la misma noche.
Hasta aquí la historia con su germen de revisionismo. Olga Péndola Gallino (Copacabana) da una versión menos ortodoxa:
–Las comparsas las hicimos las chicas, porque cuando llegaba el carnaval los muchachos se iban a los barrios a bailar con las negritas.
En 1961 cada comparsa cabía en un camión. Hoy, necesita tres o cuatro cuadras para desplegarse. Los treinta comparseros de Ara Berá se han convertido en 430. Los de Copacabana, en 270. (Sin contar los grupos infantiles, que duplican esas cantidades.) El precio de un traje ha subido de 170 pesos a 20.000.
Para 1962, la competencia estaba firmemente establecida, con tres premios en disputa. Ara Berá ganó el de comparsa; Copacabana, los de reina y carroza. El esquema se repitió en años sucesivos, salvo un empate en comparsa en 1964.
Con la competencia nació la incontenible hostilidad. En 1962 un encuentro casual de ambos grupos (que ahora todos tratan de evitar) terminó a bastonazos en el Club Hércules. En 1964 Ara Berá, descontenta con el fallo, renunció ruidosamente al premio compartido. En 1965, Copacabana bailó de espaldas al gobernador y al jurado en la noche del desfile final.
Este año la lucha debía ser a muerte. Con idéntica firmeza, Copacabana y Ara Berá anunciaban que no admitirían fallos salomónicos ni el reparto disimulado de premios.
La consigna era todo o nada y, por consiguiente, el aniquilamiento del enemigo.

¿CATÉ O NO?
El mote de caté ("bien") que el público aplica a Copacabana provoca fogonazos de fastidio en Ara Berá:
–Nosotros somos tan caté como ellos, aunque ellos tengan ganas de largar más plata.
Un análisis superficial indica, sin embargo, que existe una diferenciación, siquiera sea en forma de tendencia. Los directivos de Copacabana se han reclutado preferentemente en la oligarquía terrateniente de ilustres apellidos (Sanabria, Goitia, Meana Colodrero); los de Ara Berá, en la ascendente burguesía de comerciantes y profesionales.
El esquema ayuda a comprender las características de ambos grupos. Ara Berá funciona todo el año con la eficacia de una empresa, ensayándose en los bailes y cobrando cuotas a sus asociados. Copacabana se dispersa el último día del corso, y un mes antes del nuevo carnaval su comisión directiva sale a juntar entre los amigos el millón que hace falta para poner la comparsa en movimiento.
Los triunfos ganados antes de 1966 apuntaban en el mismo sentido. Ara Berá ha sobresalido en comparsa, trabajo de equipo. Copacabana, en carroza y reina, valores individuales.
Más reveladora es la actitud del público. Pocos niegan la mayor popularidad de Ara Berá, aunque algunos la atribuyan a su nombre guaraní ("luz del cielo"). Copacabaneros sarcásticos les reprochan haber usado en sus protestas de 1964 carteles que decían "Ara Berá con el Pueblo", permitiendo que los siguieran imprevistas muchedumbres que coreaban el estribillo, completándolo: "Y el pueblo con Perón".
Voceros de Ara Berá aceptan estos favores casi en tono de disculpa. El único que asume claramente el compromiso de la popularidad es el coreógrafo Godofredo San Martín:
–Me gusta que la gente aplauda y se sienta con uno –dice–. Al fin y la cabo, el carnaval es el único espectáculo gratis que se le da a este pueblo.

REINAS VOLADORAS
Los instrumentos de la escuela de samba hicieron una brusca parada, las luces se apagaron y cinco mil personas alzaron la vista al cielo. Una enorme exclamación llenó el estadio del club San Martín.
Del otro lado del muro y de la calle, un vasto pájaro blanco rodeado de globos y flores avanzaba suspendido a diez metros sobre las atónitas miradas y en él se balanceaba Graciela Ruiz (16 años, alta, rubia), vestida con un traje de raso natural rosado y adornos de plumas y lentejuelas. Después los reflectores de las fumadoras y la TV hicieron visible el aparejo que la llevaba desde un primer piso vecino hasta el escenario donde iba a ser coronada como Graciela de Ara Berá.
Sobre el redoble de tambores y el estallido de las bombas de luces, el público corea hasta la fatiga el estribillo "A-rá-be-rá so-lo" mientras Graciela sonríe y saluda y "en su corazón alocado", como dijo un emocionado cronista de El Litoral, "bulle una fiebre demasiado preciosa, casi alada, que la embarga, y tanta beatitud que le causa su cetro, perla sus mejillas bajo el manto del nocturno estival".
A una semana del primer corso, el golpe resultó duro para Copacabana, que aún debía coronar a su reina. Se rumoreó que Marta Martínez Gallino (Kalí I) descendería sobre el estadio en un helicóptero. Se dijo que sobre las tribunas caería nieve artificial. Pero la víspera del primer corso Kalí surgió bruscamente ante sus adictos entre columnas de fuego y humo en lo alto de una tribuna, ante el mar de admiradores.
Otro mar golpeaba ese 19 de febrero a las puertas de la ciudad.
El Alto Paraná venía creciendo desde el 6. La onda se sintió en Corrientes el 16, cuando el río subió a 6,11. Ahora estaba en 6,40 y creciendo. En Formosa había llovido 600 milímetros y 15.000 personas estaban ya sin techo. Junto con los carnavales, se iba perfilando la más grande catástrofe del Litoral argentino.

LAS COMPARSAS EN LA CALLE
El gigantesco zurdo Maracanhá y sus hermanos menores los zurdos y los bombos marcan el ritmo de samba que colma la noche y anuncia a la comparsa. La vanguardia de artillería instala sus morteros bajo el arco luminoso que invita al Carnaval Correntino y dispara sus primeras bombas de estruendo, sus cascadas de luces que se abren en el cielo, sus salvas de foguetes Caramurú: ha empezado el espectáculo que la ciudad aguarda desde hace meses.
En trescientos palcos, doce tribunas y los espacios que dejan libres en los 1.800 metros de la Avenida Costanera, 50.000 personas aplauden. Cuando el grupo de acróbatas dirigidos por el "Gran Cacique" Godofredo San Martín hace su demostración inicial ante la tribuna de Ara Berá, el público estruja hasta el agotamiento los lemas partidarios. Frente a Copacabana, el grito que se oye es:
–¡Al circo! ¡Al circo!
De este modo empieza la gran batalla. Ara Berá este año es una tribu sioux en desfile de fiesta. Astados brujos y hechiceras, rosados flamencos, bastoneras multicolores abren camino al grueso de comparseros ataviados de indios: las muchachas llevan trajes bordados en lentejuelas, polleras de flecos de seda y enormes tocados de plumas; los hombres visten de raso dorado y bailan empuñando un hacha.
En contragolpe con los grandes tambores, se oyen ahora los instrumentos menores de la escuela de samba, colocada en el centro: la cuica de raro sonido, los chucayos y tamborines, el cuxé y la frigideira, los panderos y el recu-recu. Siguiendo los cambiantes ritmos de samba lento, batucada o marcha, la comparsa baila desde que entra hasta que sale.
Copacabana 1966 presentó una fantasía titulada "Sueño de una noche de verano" con tema de cuento de hadas que incluía el catálogo completo de las fábulas: princesas, cortesanos, aves mágicas, un rey imaginario. Su escuela de samba era más débil, su coreografía más nebulosa, su vestuario más heterogéneo.
Cuando apareció la carroza, Rolando Díaz Cabral corrió a afeitarse la barba. Su optimismo era fundado, aunque todavía faltaban dos días de corso. Cada objeto estaba perfectamente terminado en la carroza construida por el carpintero Mario Buscaglia, pero la línea de conjunto (importante en un artefacto de tres acoplados y cuarenta metros de largo, tirado por dos tractores) era catastrófica; una dilatada llanura donde vagas ensoñaciones de liras y cisnes nunca terminaban de ponerse de acuerdo con otras ensoñaciones de hadas y aves del paraíso.
La carroza de Rolando, en cambio, crecía armónicamente: de una verídica piragua conducida por un indio, a través de una simbólica ofrenda, hasta llegar a la embarcación real que, aunque históricamente licenciosa, daba al todo una línea sabia y ajustada. Por las dudas que alguien no reparase en tales menudencias, la carroza de Ara Berá superó en ocho metros a la de sus adversarios.

UN ROSTRO EN LA MUCHEDUMBRE
–¡Guampudo!
El grito dirigido al Gran Brujo de los Sioux colmó de carcajadas la tribuna de Copacabana. Una hora después y cien metros más lejos Ara Berá se desquitaba con voces de falsete al paso de un gigantesco arlequín de ceñido traje:
–¡María Pochola!
Enfrentadas Costanera por medio, las tribunas 5 y 10 eran la culminación de la fiesta. Copacabana ondulaba de banderas, de pañuelos, de brazos levantados. Ara Berá agitaba un vasto letrero, ensordecía con una sirena de barco, tapaba a la escuela de samba adversaria con una campana de bronce.
Sobre estos vaivenes crecían de pronto, como una marea, los encontrados nombres partidarios. Cuando el entusiasmo alcanzaba su climax, conatos de baile espontáneo desbordaban la calle.
Fuera de las dos mil personas que colmaban las tribunas partidarias, la actitud del grueso del público era ambivalente. Estaban allí desde temprano, se apiñaban en las veredas, aplaudían, pero la fiesta se les escapaba. Eran espectadores del show, no partícipes de una alegría colectiva, como si estuvieran presenciando un partido de fútbol ente húngaros e italianos.
A prudente distancia, en calles vecinas, hombres vencidos, mujeres con resto de pánico en los ojos, chicos semidesnudos miraban con asombro el paso de las comparsas. Eran los primeros evacuados de Puerto Vuelas y Puerto Bermejo, sepultados bajo las aguas, que acampaban entre colchones y desvencijados roperos.
Una parte del pueblo correntino desfilaba sin embargo en las comparsas menores, donde muchachas morenas que acababan de dejar el servicio o la fábrica arrastraban sobre el pavimento los zapatos del domingo; en las carrozas de barrio, con sus reinitas calladas, sentadas, humildes; en las murgas que a veces parodiaban ferozmente el esplendor de los ricos; en las mascaritas sueltas que solemnizaban el disparate y en los vergonzantes "travestis".
Una triste figura de luto, disfrazada con la ropa de todos los días, de mezclado invierno y verano, sol y lluvia, insospechada imagen de tiempo, se paseaba metódicamente frente a la alegría, se santiguaba ante cada tribuna, y la absolvía con inaudible conjuro.
–¿Usted de quién es, señora?
La vieja se quita el cigarro de la boca y su cara se pliega en muchas arrugas.
–Yo soy independiente, m'hijo.


LAS FALDAS REALES
Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.
Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover suavemente las piernas bajo la catarata de lame, la reina impávida ondula sobre el mundo ondulante.
Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.
Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico.
También habla francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita repetir "treintaitrés", como algunas.
Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el borde de la escalinata, en la Punta San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto.
Copacabana, miles de banderas: cantar. Ara Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que rabien.
El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es comparsera de alma.
El palco del Gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas, el mar de luces blancas.
Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul.
Los dioses son caprichosos. A esa hora los seis jurados del corso unidos por telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre casi desconocido que no era el de Kalí y no era el de Graciela.

FINAL DEL JUEGO
Ser jurado del corso es en Corrientes la manera más sencilla de perder una reputación.
–Aquí nadie puede ser neutral –dijo a Panorama el doctor Raúl (Pino) Balbastro, traumatólogo, presidente de Copacabana.
Sobre esta hipótesis, Copacabana había exigido un jurado "foráneo": Ara Berá se opuso. Copacabana amenazó retirarse. A último momento, con intervención del Intendente y del Gobernador, se llegó a una transacción: el municipio designaba a tres jurados locales; el Gobernador invitaba a tres "foráneos". Entre los primeros estuvo el general Laprida, comandante de la I División.
En la noche del 26 de febrero más de 6.000 personas se congregaron en el Club San Martín para escuchar el veredicto. Las comparsas en pleno cubrían las tribunas y en el estrado de honor aguardaban Graciela y Kalí, mientras en una reducida oficina del club se apiñaban nerviosamente doce personas entre autoridades, jurados y delegados.
Una veintena de reinas de barrio y de comparsas menores tenían derecho a competir por el reinado de carnaval. Todas fueron debidamente coronadas, agasajadas, fotografiadas. Pero nadie, en la calle, les daba la menor chance.
Se abrió la urna y se extrajo el primer voto, Favorecía a Ana Rosa Farizano, reina del barrio Cambá-Cuá. Un voto "foráneo", alcancé a pensar, mientras se abría el segundo, también favorable a Ana Rosa. Y el tercero y el cuarto, hasta llegar a seis a cero. El doctor Balbastro palideció apenas.
En cinco minutos estuvo consumado el desastre de Copacabana. Premio de carrozas: Ara Berá. Premio de comparsa: Ara Berá.
Al leerse el fallo, Kalí I consiguió mantener una impávida sonrisa mientras su mano izquierda desgarraba suavemente el tul de su vestido.
El desastre era más completo de lo que parecía a primera vista. Cuando encontramos a Ana Rosa (hasta ese momento no teníamos de ella una sola foto, una declaración), nos dijo:
–Siempre he sido partidaria de Ara Berá.
En una votación de rara unanimidad el jurado había conseguido lo que parecía imposible: dar a Ara Berá los tres premios, dos en propiedad y uno a través de una reina alisada.
En esos tensos momentos del último sábado de carnaval los altavoces del club llamaban con urgencia al prefecto Blanco, que era uno de los miembros del jurado. Pero no se trataba de corregir los fallos ni de modificar su cuidadosa redacción. Como prefecto general de la zona, era el encargado de dirigir las operaciones de salvamento, rescate y defensa contra la inundación.
Formosa estaba tapada. En el centro de Resistencia, río por medio, se andaba en canoa. Había 75.000 evacuados. "La economía litoraleña", dijo un sobrio despacho de prensa, "ha quedado destruida."
En el centro de ese mundo en derrumbe, Corrientes era una isla de fiesta.

LLUVIA Y SORDINA
Los voceros más moderados de Copacabana aceptaban los fallos de comparsa y carroza. El de reina los enfurecía. En casa de los Meana Colodrero, la desolación era indescriptible, los llantos femeninos menudeaban, y la señora Gallino de Martínez amenazaba dejar sin petróleo a Corrientes...
En pocos minutos, sin embargo, la comparsa se reorganizó y tuvo su momento más feliz. Reunida en pleno en la calle, prorrumpió en un baile espontáneo y ardoroso, entre el estruendo de las bombas que habían reservado para el triunfo. El doctor Balbastro cruzó su coche en la calle cortando el tránsito. Los automóviles de Ara Berá o de la Comisión Central del Carnaval que intentaron pasar fueron detenidos, zamarreados, abucheados. Cuando quiso intervenir la policía, el subsecretario Piazza la sacó con cajas destempladas.
A esas altas horas de la noche correntina, las linotipos terminaban de componer fatídicos titulares: "Se extiende la inundación", "Remolcador hundido en Barranqueras", "Fiebre amarilla en Corrientes ".
Copacabana sólo pensaba en vengar el agravio. El domingo no saldrían al desfile triunfal de las comparsas. O mejor, saldrían llevando de reina en carroza a una mona, propiedad de los Meana Colodrero.
El gobierno municipal se anticipó. Con exquisito sentido de la oportunidad, decretó la suspensión del desfile... por solidaridad con los inundados.

NÚMEROS, ARGUMENTO Y DEFENSA
Contra un fondo de pobladas tribunas se deslizaba una triste murga de inundados, campesinos en ruinas, electores desengañados. El versito decía:

Sobre la gran fiesta
de máscara y farsa
paseó su tristeza
la agraria comparsa.

De este modo satirizaba Chaqué, el filoso humorista de El Litoral, el contraste entre el lujoso carnaval ciudadano y la miseria del campo.
El gobierno provincial y el municipio aportan a los corsos una suma próxima a los diez millones de pesos. Las dos comparsas principales gastan en trajes catorce millones; en trajes de reina, dos millones; en carrozas, dos millones y medio; en cohetería, medio millón. Total, 29 millones.
Como dato comparativo puede citarse el presupuesto que anualmente dedica la provincia de Corrientes a la enseñanza media y artística: 28 millones 200 mil pesos.
En cada oportunidad que se le presentó, Panorama propuso el argumento a los comparseros. Alicia Gane (Copacabana) opinó que la pasión y el entusiasmo que Corrientes vuelca en su carnaval podrían canalizarse mejor, pero que entretanto, es importante comprobar que existen. El pintor Rolando Díaz Cabral sostuvo que el carnaval da a los numerosos artistas que trabajan en él la posibilidad de una comunicación masiva.
–Aquí usted hace una exposición y la ven cien personas. Una carroza la ven cien mil. Y una carroza también puede ser arte. El coreógrafo San Martín coincide y va más lejos:
–Con suprimir el carnaval –dice–, no se eliminaría uno solo de los males que sufre el pueblo correntino. Al contrario, se le quitaría la única diversión gratuita.
Pero ¿hay diversión? El interventor municipal, capitán Belascoain, pone en pasado esta definición: "Un producto de escenario donde el lujo y la rivalidad se enseñoreaban". Por ahora, eso es presente, a pesar de sus loables propósitos de "devolver el carnaval al pueblo, para que lo viva conforme a su propia manera de divertirse".

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7.12.06

La Risa Ingeniosa




No hay tal cosa como un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos, o mal escritos. Eso es todo.
Oscar Wilde (1854 – 1900)


En La importancia de llamarse Ernesto (1895), Wilde nos introduce al mundo de la burguesía victoriana londinense a través de la ironía y de la sátira moral, pero sobre todo a través de un juego de espejos con múltiples significados. Así, desde el título se advierte la intención del autor: en inglés, The Importance of Being Earnest se refiere tanto al nombre Ernest como a ser honrado (earnest). Esto es imposible de traducir ya que el verbo being significa ser, de ahí que lo de ser Ernesto y ser honrado se mantenga como un juego de palabras gracias a la fonética similar que resulta de su pronunciación en inglés. En todo caso, para hacerle honor al título, y aunque la rima sea desafortunada, podríamos igualar Ernesto a honesto.
Los personajes también funcionan como juego especular: Algernon, cínico e inmoral, es la versión deteriorada de Jack, quien a su vez comparte el juego de su amigo inventándose otra identidad, pero al mismo tiempo intentando mantener su moral victoriana. Por otro lado, los hombres encuentran su deseo realizado en las mujeres – Cecily para Algernon y Gwendolen para Jack – mujeres que están lejos de ser el objeto idealizado, ya que habían aceptado corresponder a sus enamorados mucho antes de que estos siquiera se dieran cuenta de sus posibilidades. Se produce entonces la inversión: la declaración de amor y compromiso termina volviéndose un mero trámite que descoloca los hombres, quienes no notan resistencia alguna por parte de sus amadas, las cuales aceptan rápidamente las proposiciones. La relación ya existía en las fantasías femeninas, donde el rol masculino estaba previamente definido. Ahora es Algernon para Cecily y Jack para Gwendolen.
La pareja vieja – el párroco y la institutriz – también tiene su oportunidad y se entregan a la pasión sin perder tiempo (aunque siempre con decoro). Incluso los sirvientes se replican: uno para el campo, otro para la ciudad, testigos silenciosos de lo que ocurre y deja de ocurrir, sin perder jamás la compostura. El único personaje que queda sin su réplica es Lady Bracknell. Y es que el personaje es sin duda el eje omnipresente de la obra. Su persona ejerce tal poderío que no hay nadie que la pueda corresponder en su mismo nivel. Su marido, que nunca aparece excepto cuando es mencionado, se nos insinúa a través de las palabras de su esposa, quien nos deja entrever un hombre ausente, débil, tiranizado y sin mucho interés por el curso de las cosas. Así, cuando Lady Bracknell quiere deshacerse de él, le basta inventar una conferencia interminable en la Universidad sobre la influencia de una renta fija sobre el pensamiento, a la cual Lord Bracknell asiste con sumo interés y preocupación.
El contexto espacial y simbólico sobre el cual se construye la obra es también dual: el campo y la ciudad, la ciudad y el campo. Algernon ejerce su bunburysmo - una especie de doctrina del ridículo y del absurdo que tiene como objetivo potenciar los enredos más que ocultarlos – en el campo, manteniéndose respetable en Londres, mientras que su amigo Jack es respetable en el campo mientras que en la ciudad es Ernesto, un hombre que puede ejercer sus pasiones sin salirse de la seriedad victoriana, pues no es un inmoral como Algernon. También las mujeres – Cecily para el campo, Gwendolen para la ciudad – funcionan como polos opuestos y compatibles: saben insultarse brutalmente sin perder la compostura ni las formas; saben aliarse férreamente contra los hombres. Estos mismos hombres son quienes terminan compartiendo una identidad (Ernesto), que funciona al mismo tiempo como institución, la de la honradez, que es lo que realmente atrae en un principio a sus amadas. Al revelarse las verdaderas identidades, el desencanto se ve rápidamente subsanado: el reconocimiento del engaño convierte a estos hombres en honrados, y en el caso de Jack, el personaje termina descubriendo su verdadero nombre, que es claro está, Ernesto.
Wilde nos revela el cambio que se ha operado en la sociedad inglesa: el traspaso de un modo de producción de bienes y valores que tenía su centro en el campo, a la ciudad industrializada, y con ello la consolidación de la burguesía. El campo sirve de referencia a cierta simpleza descascarada, que ya no provoca melancolía por tiempos más simples, sino más bien el alejamiento de lo que es deseable, de la refinada vida citadina, y también del dinero. El campo ya no puede producir nada: ni valores, ni ganancias. El mundo se ha trasladado a la ciudad, donde la miseria existe, sin duda, pero donde se la puede disfrazar más fácilmente, y donde se puede, simplemente, pasarla mejor.
Wilde no pretende romper con lo que se entiende – y acepta – como lo civilizado, sino más bien señalar las trampas, las paradojas y los absurdos de eso mismo que funciona como eje de la cosmovisión victoriana. Él mismo disfruta y debe su fortuna y reconocimiento a esa sociedad de la que se burla por su pacatería autoimpuesta, que pretende que la vida se adapte a sus códigos, y no lo contrario. Para Wilde, la cuestión estaría justamente en renunciar a los infinitos enmascaramientos que sólo pretenden ocultar lo que es justamente inocultable: las pasiones. El goce del buen vivir tiene que oponerse a su contracara, que es la moral. Aquí reside la trampa en la que el autor nos aconseja no caer. Algernon viene a ser claramente la voz del autor en la obra: deliberadamente cínico, inmoral, con una mirada burlona sobre todo y todos, aquel que detesta la seriedad, y que sólo puede tomarse en serio lo que justamente no lo es: el bunburysmo. El peso de tener que sostener sobre sí mismos ese yugo moral hace que los personajes incurran en tropiezos, mentiras, engaños, enredos y absurdos. Y es que justamente la moral es el absurdo máximo: sostenerla implica tener que renunciar a lo que nos hace humanos, lo cual al ser imposible, termina haciendo a los hombres y mujeres buscar una forma de romper ese cerco, o al menos resistirlo, aunque no de forma abierta, o sólo parcialmente abierta como el caso de Algernon.
La conclusión de la obra, entonces, es que el ser honesto implica aceptar estas verdades y ejercerlas sobre la vida misma. Sólo aceptando las pasiones se puede ser verdaderamente feliz, aunque esto implique el precio de desprenderse de ciertas cosas y enfrentarse al miedo de perderlo todo. En el final de la obra, el juicio de Lady Bracknell queda neutralizado por la revelación de lo verdadero. Disgustada y vencida, se limita a reprocharle a su sobrino la muestra de cariño por la muchachita campesina: “pareces un vulgar”, le dice. Algernon, quien también ha debido enfrentarse a su propio cinismo – y por lo tanto tiene que renunciar a él para ser feliz – le responde: “al contrario tía Augusta; acabo de darme cuenta por primera vez en mi vida de la suma importancia de ser honesto.”
Wilde se transforma en el epílogo trágico de su propia obra: el revelarse ante esa sociedad que le había permitido su ironía le cuesta todo: la muerte social, la traición, el desengaño amoroso, la cárcel, la pobreza y finalmente, la muerte. El wit queda aplastado por el telón que su tiempo le impone. La risa tiene su límite, y es suspendida cuando se vuelve amenazante. Wilde muere en el 1900 porque no podía existir en el siglo XX, siglo que iba a ser definido justamente por la destrucción de ese refinamiento, que finalmente se cae a pedazos como una máscara vacía, y da paso a la muerte en sus peores dimensiones. La Primera Guerra Mundial resignifica la risa ingeniosa wildeana: la hace aparecer como el ocaso de la risa, como la desaparición de una forma de entender el mundo y las posibles formas de cambiarlo. Después de eso sólo queda lugar para la carcajada, un eco deformado de la risa.


7.11.06

Karen O.



You shared a cab with Karen O, Oh Ohh Oh Oh Ohh...
"Give Blood", de Brakes




El BUE Fest, si bien se dividió en dos fechas, tuvo su apogeo en la segunda, el sábado 04 de noviembre. El plato fuerte eran Yeah Yeah Yeahs y Daft Punk, y sobre estos estuvo centrada la cobertura de los medios, a menudo fallida y distante, como quien hace trámites con carné de periodista. Lo cierto es que muchas bandas y djs alegraron la noche, que fue verdaderamente una fiesta. No pasó nada de eso que todos esperan que pase, sobre todo teniendo en cuenta que éramos 20.000 personas, con alcohol y drogas a rolete. Mi solitaria perspectiva fue por momentos apesadumbrada por su misma naturaleza, pero lo cierto es que la soledad nunca es absoluta, puesto que siempre que se está solo, se está solo con respecto a alguien más. Será entonces mi objetivo hacer un pequeño ejercicio de análisis sobre mi experiencia, el acontecimiento y algunas otras cosas que surjan por el camino.



La dinámica que recorre este escrito es el de la paradoja, las contradicciones devenidas de la interacción entre la multitud y el capital. El inicio del recorrido por el Club Ciudad de Buenos Aires se iniciaba con el cacheo correspondiente, y el secuestro de toda botella que se encontrase. La intención se nos revelaba poco después: la venta de líquidos, indispensables en una situación donde una está dando vueltas, saltando, bailando y sudando durante 10 horas o más, se hace increíblemente redituable, y de poco sirve quejarse ante la inflada tarifa por dichos servicios. Así, una botellita de agua mineral Dasani estaba en los $6, un vaso de cerveza $5, el speed con vodka $10. El recorrido estaba organizado de tal manera que era inevitable tener cerca un lugar donde expendieran bebidas y/o comidas. Los sólidos eran panchos y hamburguesas, sin más que algún chorro de aderezo (si es que había). Para los más pudientes, se encontraba un bar de sushi, producto cuyo precio se elevaba a $18, y del cual no pude saber qué cantidad se obtenía, pero me suena a todas luces una de esas pretenciosas e irritantes poses pequeño burguesas, que antes que alimentar el estómago están para exponerse como sujeto de lo cool. Llamémoslo anorexia del espíritu. O simplemente pelotudez.



La biopolítica del evento seguía la lógica de una organización basada en el consumo, indudablemente, pero donde el consumo en sí mismo, si bien tiene como todo fin del capital la obtención de ganancias, debe integrar esto a todo un circuito biológico indudablemente más complejo, desde el uso de los baños químicos (descarga de los restos de la mercancía consumida previamente), hasta la multiplicidad de entretenimientos (ocupación continua de los sujetos para su desgaste y origen de la necesidad del consumo). Como se ve, un círculo redituable. Pero, ay de nosotros bestias de carga, ay de ellos mercaderes del hambre y de la sed, existe la música.



Hace su aparición el acontecimiento, aquello inesperado, que no tenía que pasar…pero pasa. El encuentro mismo de los cuerpos, deseado o no, se da en el choque, el roce, la mirada, el entrecruzamiento. Si la potencia siempre es potencia en acto, ese acto era el estar ahí, y hacer del evento algo nuestro, un espacio en el aquí y el ahora donde ni siquiera el capital con su lógica de oropel viniera a conquistarnos. Atención, no es mi descripción una crónica maniquea, donde hay buenos y malos. La paradoja está planteada, pero debe entenderse en toda su ambivalencia: la búsqueda de identidad, de ser y hacer, se mostraba constantemente en estéticas prefabricadas, en códigos digeridos, pero también en hacer de todo aquello algo nuevo, inasible para las banderas de las marcas registradas. La multitud, que como deseaba San Agustín, hablaba todas las lenguas (no todas, pero muchas de ellas), se construía, mas allá de todo intento de cooptación (sed y hambre, hambre y sed), en el deseo. El deseo puede ser convertido en producto, pero el deseo no es el producto cuando se potencia a través de otras formas, en aquello inesperado. Y si he dado todas estas vueltas, era para llegar hasta acá, al grito de Karen O. Ese grito multiplicador que rompió con ese circuito, porque éramos todos y éramos uno, y si pasar por aquel pequeño infierno de poses y logos fue el precio de haber sido conmovido por el rock de Yeah Yeah Yeahs, bien pagado estuvo. Y no me malentiendan: los músicos son irreprochables, pero YYY es definitivamente Karen O. Su propio cuerpo es el espectáculo, y con él ella nos recuerda para qué estamos ahí. Ese salto fue nuestro, y esa mueca, y ese coro desafinado y compartido, y el sudor transportado en nuestras ropas - un intercambio no monetario, no ganancial, sino pura y simplemente somático-. El grito de Karen O nos transportó a otro momento, a otro lugar: habíamos tomado el escenario, y lo que importaba era otra cosa, y ni la sed ni el hambre – que eventualmente siempre se hacen presentes – importaron, y fuimos tanto deseo como pudimos desear, y todos deseamos a Karen O.



La vuelta fue soledad, hambre, sueño y sed, y la melancólica e infinita sensación de habernos quedado ahí para siempre, sabiendo que tenemos que regresar a un lugar donde ella no va a estar. Pero Karen, esa noche te inventamos, y vos nos inventaste, y probablemente no nos volvamos a ver. Pero no importa. Más allá del cementerio de plástico y aluminio que pisaron mis pies, quedaron en mis oídos algunas líneas que cantaste, y sé que fueron para mí. Tu grito Karen, tu grito y el mío, mi grito, fueron uno, y el grito de todos los demás fue mi grito, y mi grito en el de ellos, y en el tuyo Karen. Tu grito, Karen O, tu cuerpo, Karen O, y el nuestro. Cuando miré al cielo vi que las nubes de tormenta habían pasado, y vi que había luna llena. Y tuve que sonreír Karen O, porque ahí estabas vos, porque ahí estaba yo. Y entendí que en ese estar ahí habita la felicidad.


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20.10.06

La Victoria de Guernica

La Victoria de Guernica (1938) de Paul Eluard



I
Buena sociedad de las casuchas
de las noches y los campos


II
Caras buenas al fuego caras buenas al frío
A las negaciones a la noche a las injurias a los golpes


III
Caras buenas para todo
He aquí el vacío que los fija
Su muerte va a servir de ejemplo


IV
La muerte corazón volcado


V
Les han hecho pagar el pan
El cielo la tierra el agua el sueño
Y la miseria
De sus vidas


VI
Decían desear la buena inteligencia
Racionaban los fuertes juzgaban a los locos
Daban la limosna partiendo un centavo a la mitad
Saludaban a los cadáveres
Estaban llenos de cortesías


VII
Perseveran exageran no son de nuestro mundo


VIII
Las mujeres los niños tienen el mismo tesoro
De hojas verdes de primavera y de leche pura
Y de tiempo
En sus ojos puros


IX
Las mujeres los niños tienen el mismo tesoro
En los ojos
Los hombres lo defienden como pueden


X
Las mujeres los niños tienen las mismas rosas rojas
En los ojos
Cada uno muestra su sangre


XI
El miedo y el coraje de vivir y de morir
La muerte tan difícil y tan fácil


XII
Hombres para los que este tesoro fue cantado
Hombres para los que este tesoro fue perdido


XIII
Hombres reales para los que la desesperación
Alimenta el fuego que devora la esperanza
Abramos juntos el último brote del futuro


XIV
Apostó la muerte la tierra y el horror
De nuestros enemigos tienen el color
Monótono de nuestra noche
Nosotros tendremos la razón.

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13.10.06

Doppelgänger

 El recorrido nocturno de las líneas del subterráneo está habitado por una casta de desdichados que vuelven de sus labores diarias, arrastrados en su vaivén desgastante por un sistema de transporte inclemente y sofocante en su recorrido, implacable y monótono en su constante devenir. He llegado a creer que el mismo sistema ha tomado vida propia, y liberado de las directivas de técnicos y burócratas, ha optado por desatar su impiedad sobre las masas de miserables que se ven inevitablemente obligados a viajar, por una razón o por otra, a través de sus entrañas. Sin saberlo yo, aquel laberíntico monstruo ya tenía reservado para mí un castigo especial, un descubrimiento de horror y locura del cual no se puede escapar, pues así está hecho el sistema, y este Caronte sólo acepta el sufrimiento como moneda de pago por sus servicios.

En una noche indistinguible de otras noches esperaba yo el tren junto a otros viajantes. Los dispositivos ciclópeos que reserva la bestia para controlar la espera repetían en interminables ciclos el lapso estimado de llegada entre un tren y otro. Con certeza automática, nuestro transporte llegó tal cual lo indicado y alejándome con prisa de aquellos oráculos catódicos, tomé mi asiento donde el azar me lo permitió. Hecha la señal, las puertas se cerraron, dando paso al traqueteo que sirve de preludio a la oscuridad.

El cruce entre una línea y otra es una sucesión de apuros, fastidios, empujones apenas disimulados, disculpas nunca enunciadas. Se corre por el andén, se acelera el paso en las escaleras mecánicas, se dobla, se gira, y se vuelve a doblar. Una vez hecho el cruce, se espera otro tren bajo la atenta mirada de nuevos cíclopes de cristal, y se repite la misma farsa: la entrada, la señal, las puertas en su cerrar (siempre sus puertas son puertas que se cierran), y el infinito andar entre penumbras. Nada nuevo, más que el mismo infierno de lo cotidiano.

Fue en la mitad de mi traslado cuando alcancé a ver desde mi asiento, en el andén de enfrente, a lo que sin duda se presentaba como una réplica exacta de mí, y tuve la irreal sensación de habitar en un espejo. Nadie parecía haberse anoticiado de aquel fenómeno (¿cómo hacerlo si nunca se alzan las miradas?); la perturbación estaba reservada sólo para mí.

A menudo encontramos parecido a un extraño cuyos rasgos lo disfrazan de alguien familiar, siendo desengañados poco después de examinarlo por esos mismos ojos que nos alertaron segundos atrás. Así quise creer, en defensa de mi cordura, que aquel Otro no era Yo, sino una ilusión de la memoria, el recuerdo de un recuerdo. Pero era imposible escaparle a la evidencia de que aquel Otro era Otro Yo. La siniestra revelación se vio interrumpida por el tren que llegaba para dirigirse en dirección opuesta a mi trayecto. Así vi como aquella réplica de mí subía y se alejaba, sin signos de haberme percibido, al igual que los demás. Quise gritar y señalarlo, descubrirlo en su impostura, culpar al monstruo desde sus entrañas por una ilusión tan perversa, estallar en aquel agujero infernal, salpicarlo todo con mis entrañas llenas de furia y miedo. Pero no lo hice. No pude hacerlo. El tren siguió su marcha, y una daga invisible me apuñaló en el vientre.

El infinito había dictado su sentencia: en algún momento, aquel Yo vería a su réplica ubicarse en el andén opuesto, y esta última réplica vería a su vez a otra réplica de sí ubicarse nuevamente en el andén opuesto al suyo, y así sucesivamente, en un trayecto interminable de figuras en un juego de espejos que se reflejan a sí mismos ¿Cómo saber si no era Yo apenas otro duplicado en una línea que se aleja cada momento más y más de su punto original? La eterna condena de saberse siempre una versión incompleta de otra versión incompleta, la imitación de una imitación, para goce de vaya a saber qué criatura inmunda, qué universo malogrado, qué Dios de segundo orden. Una sola respuesta encontré a esos instantes de angustia y sudor: tenía que escapar.

Bajé antes de concluir mi recorrido, expulsado hacia las calles vacías (acaso otras formas de laberinto, otras formas de prisión), para nunca más volver a aquel engendro monstruoso, exiliado por siempre de sus tripas de concreto, de sus dientes de óxido y metal. Huyo desde entonces perdiéndome en un mundo de perdidos, recorriendo otros caminos sin volver mis pasos, esquivando las miradas. Huyo desde entonces, y vuelvo a huir, abandonado de todo, sabiéndome vencido por no poder jamás alcanzar la certeza de haber escapado de mí mismo.

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